Primero Ocaso, Sueño segundo (Cuento)
Tenía veinte años cuando la
conocí, ella era una especie femenina, no era simplemente una mujer. Solía
tener entre sus dedos un cigarrillo encendido que se mezclaba con su perfume
Versace, parecía una pequeña aparición fantasmagórica cuando mostraba sus dientes. Su sonrisa indicaba que te había elegido. Pasé cuatro días
con ella tratando de conocerla, sin embargo, cada día ocurría algo inesperado
que se convertía en un muro entre los dos. El primer día cuando la invite a dar
un paseo por la playa me observó durante unos veinte segundos y con su clásica
sonrisa inmensa, me dio a entender que no me acompañaría. No lo entendía, le
gustaba demasiado la noche, pero los días soleados eran absolutamente
desagradables para ella. El segundo día quise convencerla dándole pistas acerca
del yate que había alquilado para los dos, pero esta vez ya no sonrió, me miró
fijamente y solo se volteó. Yo seguía sin comprender porque no me permitía
abrir las cortinas de la habitación.
Hacer el amor con ella en la
oscuridad tenía sentido por las noches, pero no en el día. A veces, dudaba de
su existencia, a veces, no sabía si era un espejismo en la penumbra. No siempre
había sido así nuestra fugaz relación. En alguna ocasión recuerdo haberla
observado en los pasillos del hotel con esa luz especial de pocilga, que se
torna muy baja. En otra ocasión, encendí la luz de la habitación y alcancé a
ver su piel blanca, blanca como un huevo de araña; ella no tardó en cubrirse
pronto con la sábana. Para ese entonces, ya sospechaba que algo andaba mal. Al
tercer día intenté hablarle, pero nunca respondía. Callaba entonces mis
palabras con su saliva, y qué saliva, me enmudecían tanto como a ella misma.
Esa noche mientras ella dormía,
yo estaba decidido. Todas las noches cuando hacíamos el amor ella demostraba
unas dotes fascinantes en el arte de la excitación. Sus manos parecían
programadas para recorrer mi cuerpo, de tal manera que ninguna mujer lo había
hecho antes. Los hombres no tenemos muchas zonas erógenas en el torso, pero
ella lograba sacar de mi cuerpo toda la sensibilidad escondida en mi piel, en
ese puro sentido, sus manos eran imanes. EL cuarto día de nuestra pasión, fue
el último día que la amé. Antes de levantarme ya tenía sus brazos alrededor de
mi cintura, a penas la conocía tres días y sentía que la amaba inevitablemente.
Me volteé y toque su rostro, sabía que ella era hermosa, el vago recuerdo de
esa noche en los pasillos me hacían recordar a una mujer bella. Sí, estaba
seguro, pero a la vez dudaba; yo había estado lo suficientemente ebrio como
para haberme equivocado.
De repente, en un ataque de ira
por mi necesidad de saberlo todo, arranqué las cortinas de la ventana. El sol
entro como una espada y allí estaba ella, un ángel que me miraba con tristeza.
Rápidamente su piel blanca, sus extremidades simétricas, su cabello negro y sus
ojos azules se tornaban grises y en pocos segundos esa última sustancia, la
última en desintegrarse –el amor- se convertía en una masa negra aferrada a las
sábanas. Mientras tanto, esa cobardía que me caracteriza solo me mantuvo
inmóvil, esperando a que todo se tratase de un sueño.
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